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lunes, 8 de febrero de 2021

El cochero Tintilín. Escrito por: Enrique Cabrera Vásquez

El cochero Tintilín.

Escrito por: Enrique Cabrera Vásquez


«El novelista enseña a aprehender el mundo como pregunta, Milan Kundera.»

Introducción a la lectura.

Esta no es una historia de los coches tirados por caballos, ni de los cocheros de San Pedro de Macorís, no es la intención. Es una narrativa precoz; la de un personaje pintoresco lleno de anécdotas resaltantes; un aventurero de su propio destino que luchó por alcanzar mejores condiciones de vida y cuyo pasos zigzagueantes lo llevó a ocupar una posición burocrática en la alcaldía, puesto al que llegó sin ser político partidista, favorecido por circunstancias específicas de las relaciones que cultivó en su oficio de cochero; de su capacidad prodigiosa para empantizar con las gentes a las cuales atraía con su virtuosa forma parlanchín con que envolvía a sus clientes a los que servía en su oficio.


Y si ponemos los nombres de los más reconocidos en ese servicio de vehículos de madera cubierto de hule sobre dos ruedas y movido por tracción animal es porque consideramos de obligación referéncialo como tributo póstumo a su oficio y al empeño de seriedad y responsabilidad que asumieron en su labor. Mencionarlo es un homenaje histórico bien merecido para esos hombres que desde esa posición formaron y levantaron familia y pagaron los estudios académicos de sus hijos, algunos de los cuales se han destacados como profesionales de prestigios. Trabajar con honestidad y honradez es una virtud de los hombres responsables. Vaya, pues, nuestro respeto y admiración para los citados en esta ficción y para los que por desconocimiento informativo no pudimos incluir en esta primera edición.

Este relato habla de la vida en brincos y sobresaltos, emociones y tensiones, de un joven que a los veintinueve años abandonó su lar en procura de mejor suerte, atraído por el decir de un pueblo ciudad de cuyas bonanzas se hablaba con referencia indicativa, caracterizada por el desborde de su producción de azúcar, melaza y jugar beisbol.

En esas tierras copadas por inmigrantes nacionales y extranjeros sentó su afán de vida aquel joven de entonces veintinueve años, y que con su habilidad de subsistencia hecho raíces, levantó una familia y marcó con su estilo y jocosidades su nombre; para que a partir de lo que fue y encarnó como figura social se le recuerde con amplitud y sepan todos que Tintilín más que un cochero afortunado y con gracia, fue un hombre de bien y de locura, que se perfiló por decente, honesto, honrado y serio, que hizo de su afán de progresar su molino de viento cuyos giros lo elevaron por peldaños nunca pensado ni imaginado, y que en ese andar de ilusiones llegó ante el gran espejo de la barbería de Papito y que parado delante del mismo vio cómo su imagen se transformó, poniéndole fin a sus padecimientos económicos y lanzándolo hacia una vida nueva, encarnando en su persona nuevos personajes imaginarios, que al caracterizarlo, ejecutando maniobras rituales, provocarías risas y carcajadas, para unos, y pena y sentimientos compasivos para los suyos. Porque es de cosecha lo que cada quien siembra en su recorrido vivencial y hay que tener conciencia que las oportunidades cualitativas se presentan en coyunturas especiales, y es de sabio aprovechar lo conseguido, comprendiendo que su repetición sería difícil y el tiempo nunca se detiene, y que la vida continua su marcha dialéctica cumpliendo los designios que vamos contrayendo a nuestro paso, separando lo externo de lo interno en la contradicción permanente  de unidad y lucha de los contrarios.

El cochero Tintilín es una narrativa representativa que nos enseña la necesidad de aprovechar al máximo las oportunidades de la vida. Leámosla subido en la imaginación de su intención para tenerla y contarla como una historieta divertida y amena y se vean en el espejo de este Tintilín que no tuvo la armonía de sacarle provecho sustancioso a su capacidad jocosa y trató de ir más allá de sus posibilidades reales. Y todo su esfuerzo quedó plasmado en un espejo de cuya silueta salió una mezcla de personajes de humor y cuya representación histriónica lo llevó hasta el psiquiátrico del veintiocho.

El cochero Tintilín

Escrito por: Enrique Cabrera Vásquez


 San Pedro de Macorís, 16 de febrero, 2021.- Flotan en lontananzas nostálgicos recuerdos del boom económico que existió y se disfrutó en la referenciada tierra de poetas, escritores, intelectuales, peloteros, caña de azúcar, Guaguavery, y el baile andante de los guloyas por sus calles en tiempo de Navidad y festividad patria; avivada por el trayecto resplandor del equinoccio, y cuyos palpitantes latidos humanos, sociales y económicos, resonaron por toda la geografía nacional; mostrando en la mezcla de sus sudores aquellos elementos que configuraron su progreso bajo el cielo de la patria. Trascendiendo la amalgama de sus mágicos coloridos y glorificando el esplendor que deslumbró los ojos de todos cuantos visitaban la ciudad.


La prospera y agitada ebullición resultante de su descollante proceso productivo; matizado por su endulzada producción material, cuya acentuada prosperidad brillaba con magnetismo, atrayendo con su aura a cercanos y lejanos paseantes, quienes no podían ocultar su embeleso ante aquel pequeño mundo de arquitectónicas realizaciones que se distinguían en el itinerarios de su trayecto.

La fama de su hibrida colectividad motivaba aventurarse en dirección a esa parte de la república para ofrecer allí la transpiración del trabajo, y también beneficiarse del pujante progreso devenido de la verde molienda de sus zafras.

Gentes de todas partes se mostraban interesados en conocer este punto del sureste dominicano influenciados por las crónicas de periódicos y radios destacando el aporte de su economía al país.

El humo de sus factorías azucareras, el trajinar incesantes de centenares de trabajadores afanados en dar su mejor esfuerzo en el atracadero sobre el rio Higuamo, las centenares de mujeres entrando y saliendo de talleres manufactureros, esparcidos y operando en el centro de la ciudad, así como sus creaciones artesanales y gastronómicas, constituían una seducción insoportable que convocaba a visitar ese pueblo del cual hablaban con frecuencia transeúntes, viajeros, visitantes y allegados de pasadas, y destacados por sus cultos hombres de letras en las rapsodias emanadas de su talento intelectual.

Voces en lenguas diversas significaban el valor de su mezcla maravillosa, los que llegaban a este lugar buscaban la forma de ser parte de su activismo productivo, deseando asimismo, tener alguna participación en los acontecimientos sociales, culturales y materiales, que transcurría sobre su superficie terrestre.

El ámbito social de su progreso transitaba entre el sincretismo cultural de sus habitantes y la fértil competencia de su desarrollo social. Cundía la bonanza aparejado con la necesidad de manos laboriosas, la gente del pueblo reflejaba la alegría en sus rostros, evidenciando una actitud receptiva y hospitalaria para con los huéspedes en crecimientos, acostumbrados a la llegada constante de personas en busca de trabajo para mejorar su condición existencial.

(Foto. El otrora ingenio Angelina, fundado en 1876 por Don Juan Amechazurra, “en las tierras de El Higo, a unos 10 kilómetros de lo que se llamó Villa Cayacoa, hoy ciudad de San Pedro de Macorís; en los primeros años de la década de 1880 fue adquirido por Juan Bautista Vicini Canepa y en el 1917 fue constituido con el nombre de Compañía Anónima de Inversiones Inmobiliarias, propiedad de la poderosa familia Vicini, empresarios dominicanos de origen italiano. Su factoría productiva fue cerrada en el año 1983, sus predios y tierras fértiles están sembrados de cañas de azúcar, molida cada año en el Ingenio Cristóbal Colón.

La ciudad crecía con rapidez transformándose en una espiral social conforme progresaba la demografía geográfica de su ensanchamiento; con el levantamiento de nuevos barrios afluían personas y familias que construían viviendas y se asentaban en diferentes áreas de su predio sin esperar autorización de autoridad alguna ni ordenanza municipal, ocupando trechos y zonas reservadas, convirtiendo la que otrora fue llamada Villa Cayacoa, en una urbe multifacética y atractiva. Sus residentes socializaban la diversidad cultural de su procedencia en una sincrética pluralizada interacción.

Abrían sus brazos en acogidas al flujo de inmigrantes que se integraban a su atmósfera sociocultural mostrándoles orgullosos su riqueza arquitectónica, indicándola con énfasis de referencia en la memoria, resaltando su condición de pionera en instalaciones de infraestructuras y cuyos méritos la enalteció con signo histórico.

Su estructura material y composición de realizaciones tangible hipnotizaba los ojos de todo aquel que recorría la ciudad contemplando su belleza material; el humo brotado de chimeneas en competencia de decenas de centrales azucareros, los aceitunados cañaverales en constantes renovación, en sus 1,251.45 kilómetros cuadrados de superficie territorial, que al mecerse traslucían la reverberante movilidad socio-económica ceñida a su historia, indicando la capacidad rentable de sus hombres y mujeres entregados con abnegación y consciente laboriosidad emprendedora al fenómeno de su agitada productividad. Su “boom” económico era impresionante.

A la sombra del ajetreo y hospitalidad de aquella mezcla poblacional se instalaron grandes y pequeños negocios de nativos y extranjeros.

Llegaron y se establecieron etnias diversas compuestas por libaneses, sirios, judíos, (a todos estos les decían árabes o turcos); norteamericanos, puertorriqueños, cubanos, holandeses, japonés, chinos, franceses y hasta de la lejana India, atraídos por el dinamismo de este punto costero enclavado en la ruta del sol.

Dentro del corazón de su economía se establecieron igualmente comerciantes nacionales procedentes de Baní, Azua, Barahona, San Cristóbal; los cibaeños de Santiago, La Vega, Bonao, Moca; de la línea fronteriza, Dajabón, Monte Cristi, Santiago Rodríguez; del sur profundo, Enriquillo, Oviedo y Pedernales; de Elías Piña, San Juan de la Maguana, Bohechío, El Cercado, Las Matas de Farfán, Vallejuelo; del Este lejano, Higüey, Miches, Cabo Engaño, Yuma; del Este cercano, Monte Plata, Hato Mayor, Sabana de la Mar, El Valle y El Seibo. Venían, pues, personas de los más apartados confines interesados en progresar, en ser parte de aquello que marcaba una diferencia competitiva frente a los otros pueblos y ciudades de la parte Este de la isla que originalmente se llamó Bohío. Ese ir y venir de afluencias humanas le imprimía mayor fuerza al motor de su economía.

El conglomerado humano más pintoresco traído por los propietarios de los centrales azucareros y que acaparó la inmediata curiosidad, fue la llegada de unos corpulentos morenos de portes educados, procedentes de las islas caribeñas de habla inglesa, francófonos y papiamentos; Saint Kitts, Saint-Martin, Aruba, Anguila, Montserrat, Curazao, Nevis, Saint Lucia, Martinica, Jamaica y Guadalupe. Asimismo de Puerto Rico y Cuba. A los primeros los popularizaron llamándolos cocolos.

La presencia laboral de estos hombres de color se caracterizó por sus habilidades manuales, diestros como torneros, mecánicos, carpinteros, ebanistas y técnicos especializados en la forja de hieros para las factorías. Ejercían sus oficios con elegancia y capacidad dominante. Eran trabajadores experimentados y serios cuyas tecnificación constituyó un aporte valioso y apreciable al auge radiante de aquella sobresaliente economía.

Los propietarios azucareros también trajeron bajo contrato como braseros a hermanos isleños del vecino Saint-Domingue, la parte occidental de la isla que hoy conocemos como Haití y cuya destreza en el corte de la caña aceleraba la pujanza fabril en que brillaba la ciudad la Sultana del Este.

Esta gravitación llamó poderosamente la atención del entonces joven Vero Emmanuel Ocasio Arellano, quien se encontraba atravesando por penurias asfixiantes en Las Yayas de Viajama, de su Azua querida.

Al oír y escuchar este hombre de veinte y nueve años de las bondades de ese sitio donde picaba con fuerza implacable el sol y era un atractivo mágico el jugar béisbol, decidió poner su brújula personal en esa dirección, y en consecuencia, decidió emigrar de su lar hacia esa famosa ciudad que tanto se mencionaba y que estaba situada al sureste de la costa del Mar Caribe, en la ruta de la Región Este del país.

“San Pedro de Macorís se encuentra en la Región Sureste de República Dominicana. Limita al Norte con las provincias Hato Mayor y El Seibo, al Este con la provincia La Romana, al Sur con el Mar Caribe y al Oeste con las provincias de Santo Domingo y Monte Plata. Es la capital de la Región Este del país y cuenta con la mayor cantidad de ingenios azucareros de la República Dominicana. También llamada La Sultana del Este, la ciudad de los bellos atardeceres, la Tacita de Oro y Mosquitisol, la ciudad de San Pedro de Macorís fue un importante puente económico para Dominicana a finales del siglo XIX y comienzos del XX”.

No podía seguir acurrucado a la esperanza de que las cosas mejoraran en su ancestral comarca, ya su edad avanzaba con rapidez, había llegado a los 29 años, deambulando, buscando la forma de superarse y ganarse la vida con un trabajo donde pudiera devengar un justo pago. El desempleo y la pobreza allí eran penosos.

Su situación empeoraba según le pasaban los años. Por sus dificultades económicas ninguna mujer se interesaba por él, le urgía conseguir una para formar familia.

Vivía solo, sus padres eran envejecientes con edades comprendidas entre 81 años, el padre y 74 su madre, sus muchos hermanos, más de padre que de madre, en razón de que su papá era una especie de varraco que se dedicó a preñar mujeres sin control ni pudor aprovechándose de su buena apariencia física al ser un hombre de tez blanca, nieto de un español y una dominicana nieta, a su vez, de un puertorriqueño. Lorenzo, que era el nombre de su progenitor, había procreado 21 hijos, con diferentes mujeres, 13 mujeres y 8 varones y cada uno estaba en su búsqueda para sobrevivir, las hembras pariendo sin cesar y los varones laborando en plantaciones de café, cacao, arroz, plátanos, maíz y hasta se fueron a picar caña al central Río Haina, de la capital, y al ingenio Catarey, en Villa Altagracia, había que subsistir como quiera, esa era la realidad impuesta por la vida.

Entró en acción y dispuso los preparativos para su viaje de aventura. Actuó con discreción, consideró que si consultaba sus intenciones con algún amigo o familiar lo aconsejaría para desalentarlo y desistiera de su propósito, que según él, le cambiaría su vida.

A partir del momento que concibió la idea de conocer y ver con sus ojos la realidad de lo que se decía con insistencia de esa lejana comunidad, cada noche soñaba con emprender ese viaje en pro de un futuro venturoso.

Escogió un lunes para emprender su éxodo, no soportaría más carga de miseria. Iría hacía aquel pueblo, allí triunfaría o terminaría de joderse.

Llenó el macuto de guano que le había obsequiado su padre con lo imprescindible: tres camisas, dos pantalones largo y uno corto, tres franelas interior con mangas, un cepillo dental con su pasta, cuatro pantaloncillos, una toalla que había perdido su color original por su vejez y constante uso, un par de chancletas destartaladas, y un pequeño cuchillo para cortar frutas en el camino o defenderse ante la posible agresión de un maleante.

Al levantarse volvió a revisar con rapidez el contenido de su pobre equipaje y cerciorarse no le faltaran las cosas que necesitarías. Se bañó, vistió e inició su larga travesía.


Salió de Las Yayas de Viajama con el canto de los gallos con su macuto terciado al hombro. Le dolía en el alma abandonar el hábitat donde nació, se crió y se desarrolló como ente social. Escondió su pequeño ahorro que llevaba en las medias de los zapatos como precaución si era asaltado, estaba consciente que ese dinero no le alcanzaría para mucho.

Al cerrar el candado de la puerta principal de la vivienda donde estaba residiendo en los últimos meses, en calidad de cuidarla, y cuya propiedad era de un compadre de su papá, conformada por una cómoda sala, dos dormitorio, un cuarto de despensa lleno de cachivache, dos viejas sillas de montar caballo, utensilios en desuso y una enramada en la parte de atrás que servía de cocina, comedor y lugar de reunión con familiares y amigos, sintió que un escalofrió invadía su cuerpo. Se lanzaba a una empresa presagiada de incógnitas. Iría hacia un paradero desconocido y a mano pela. El éxito de su viaje dependería de su listeza.

Inició su largo caminar en horas de la madrugada castigada por el calor de verano. No volvió la mirada hacia atrás, no quería que la pena y el amor al suelo que lo vio nacer y crecer, doblegara su decisión emprendedora.

Abandonó la vivienda con la oscuridad del cocuyo llevando consigo sus sueños de adolescente, abrazándolo en su intimidad con fuerza de necesidad estímulo para enfrentar la adversidad  en su marcha hacia la tierra de la prosperidad.

La variada sinfonía sonora de los pájaros, la humedad del roció en el estío, las crestas flotante de los árboles de pinos, caoba, cedro, palma, coco, mango, tamarindo, los conucos campesinos sembrados de plátanos, aguacates, guineos, maíz, limón, toronja, guanábana, naranja, tabaco, café, cacao, las protectoras empalizadas de mayas y cactus; los inhóspito montes de guasábara y guáyiga silvestre, a orillas del camino, y el ladrido de los perros realengos, iban despidiéndolo en la medida que incrustaba sus pies sobre la tierra en su caminar. Una nostalgia ruborizó su rostro y de sus ojos surgieron gotitas de lágrimas de recuerdos. Dejaba atrás veinte y nueve años de vivencias existencial.

Tenía que ser fuerte y atrevido si quería triunfar, su capacidad verbal y simpatía personal serían vitales para persuadir al momento de solicitar un empleo. Su problema era que no había cultivado ninguna especialidad laboral específica, aprendió pesimamente de barbero, ayudó en labores de carpinteros a algunos amigos, hizo de listero y capataz de los trabajadores de Obras Públicas en el acondicionamiento y limpieza de la carretera; fue cartero del correo, servicios que realizó cuando tenía entre 19 y 20 años, recibiendo por su labor un sueldo de hambre.

Desde los 15 años desarrolló interés por la lectura, si bien solo alcanzó el quinto curso de la educación básica, que no pudo concluir, se aficionó en la lectura de paquitos de cómic haciendo suyo los personajes que protagonizaron los mismos, Chanoc, Supermán, Red Reder, El llanero solitario, Roy Rogers, Risco el buceador, Tarzán, Hopalong Cassidy, Cisco Kid, Mandrake el Mago, Batman y Robin, entre otros, identificándose emocionalmente con sus actuaciones. Les atraían con atractiva particularidad.

También leía las populares novelas del oeste, de Marcial Lafuente Estefanía, Edward Goodman, Silver Kane y George H. White.

Le encantaba y se divertía con los argumentos y dramas narrados y desarrollado sobre los protagonistas de las novelas del Oeste Americano. En su mente se representaban aquellos personajes que caracterizaban las narrativas: el sheriff, que por lo regular era cómplice de los bandidos, los vaqueros arriando las reses, los forajidos, el duelo de pistoleros, el tahúr que siempre acababa muerto al descubrirse su estafa o engaño, los ganaderos defendiendo su rebaño a sangre y fuego, los enfrentamiento entre los criadores de ovejas y los propietarios de reses, los mexicanos con su banda de cuatreros y matones, los indios atacando las diligencias, la guerra civil con el enfrentamiento entre sudistas y nordistas, los buscadores de oro, asaltados por delincuentes cuando encontraban algunas pepitas, los rancheros defendiendo sus predios al precio de sus vidas, el villano todopoderoso contratando pistoleros para intimidar e implantar el terror en su dominio, los charlatanes y timadores vendedores ambulantes de porcinas y jarabes, los predicadores religiosos, las chicas del salón alegrando el ambiente, las manadas de caballos salvajes corriendo a galopes, la guerra con los indios, y el pistolero famoso e imbatible, entre otros episodios dantescos.

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